La transformación de la América Latina contemporánea
(década de 1880-década de 1990)
América Latina ha pasado por una serie de cambios económicos, sociales y
políticos de largo alcance desde finales del siglo XIX. Las economías
nacionales se han integrado en el sistema global centrado en Europa y Estados
Unidos, han cambiado los agrupamientos y las relaciones sociales, las ciudades
han florecido, y la política ha sido testigo de reformas y trastornos, y a
veces de estancamiento. Estas variaciones han llevado a una gran diversidad de
experiencias nacionales, por lo que tras este capítulo presentamos ocho casos
prácticos: Argentina, Chile, Brasil, Perú, México, Cuba, el Caribe y
Centroamérica. Como veremos, estos países ilustran la complejidad de la historia
contemporánea latinoamericana.
No obstante, como ha habido importantes semejanzas y diferencias, el
propósito de este capítulo es ofrecer un esbozo de los modelos y procesos del
cambio. No refleja la historia de un solo país, sino que presenta un cuadro compuesto
que puede proporcionar una base para entender el contexto en el que se
desarrolló cada uno de ellos. También nos permitirá compararlos y obtener
generalizaciones acerca de las fuerzas históricas que se dieron en todo el
continente.
Si queremos comprender la América Latina contemporánea, debe situársela en
el contexto de la expansión económica global, comenzando con la conquista del
siglo XVI. Dentro de este sistema, ha ocupado una posición esencialmente
subordinada o &laqno;dependiente» y ha seguido unos caminos económicos
moldeados en gran medida por las potencias industriales europeas y
estadounidense. Estos desarrollos económicos han originado transformaciones en
el orden social y la estructura de clase, que, a su vez, han afectado de forma
crucial los cambios políticos. Por ello, comenzamos con un conjunto de
relaciones causales simplificadas: los cambios económicos producen cambios
sociales que proporcionan el contexto para el cambio político.
Fase 1. Inicio del crecimiento basado en la exportación-importación
(1880-1900)
La Revolución Industrial europea fue lo que precipitó el cambio en las
economías decimonónicas latinoamericanas. Como se mostró en el primer capítulo,
América Latina había vista reducirse sus vínculos con la economía mundial tras
lograr la independencia de Portugal y España. Sus terratenientes invirtieron
sus posesiones en entidades autónomas y autosuficientes, en vez producir bienes
para los mercados internos o exteriores. La minería se había detenido, en parte
como resultado de la destrucción ocasionada por las guerras independentistas.
La manufactura era modesta y estaba en su mayor parte en manos de artesanos
dueños de pequeños establecimientos.
Sin embargo, a finales del siglo XIX la industrialización europea empezó a
ocasionar una fuerte demanda de productos alimenticios y materias primas. Los
trabajadores ingleses y europeos, que ahora vivían en las ciudades y trabajaban
en fábricas, necesitaban comprar los alimentos que ya no cultivaban, y los
dirigentes de la industria, ávidos por extender su producción y operaciones,
buscaban materia prima, en particular minerales. Ambos incentivos llevaron a
los gobiernos e inversores europeos a buscar fuera, en África, Asia y, por
supuesto, América Latina.
Como resultado, los principales países latinoamericanos pasaron por una
prendente transformación a finales del siglo XIX, especialmente desde 1880.
Argentina, con sus vastas y fértiles pampas, se convirtió en un importante
productor de bienes agrícolas y ganaderos: lana, trigo y sobre todo carne.
Chile resucitó la producción de cobre, industria que había caído en decadencia
tras los años de la independencia. Brasil se hizo famoso por su producción de
café. Cuba cultivó café, además de azúcar y tabaco. México empezó a exportar
una serie de materias primas, desde el henequén (fibra utilizada para hacer
cuerda) y el azúcar, hasta minerales industriales, en particular cobre y zinc.
Centroamérica exportó café y plátanos, mientras que de Perú salieron azúcar y
plata.
El desarrollo de estas exportaciones fue acompañado de la importación de
productos manufacturados, casi siempre de Europa. América Latina compraba
textiles, maquinaria, bienes de lujo y otros artículos acabados en una cantidad
relativamente grande, con lo que se dio un intercambio, aunque los precios de
las exportaciones latinoamericanas eran mucho más inestables que los de las
europeas.
A medida que progresaba el desarrollo, la inversión de las naciones
industriales, en especial de Inglaterra, fluyó hacia América Latina. Entre 1870
y 1913, el valor de las inversiones británicas aumentó de 85 millones de libras
esterlinas a 757 millones, una multiplicación casi por nueve en cuatro décadas.
Hacia 1913, los inversores británicos poseían aproximadamente dos tercios del
total de la inversión extranjera. Una de sus más firmes inversiones era la
construcción de ferrocarriles, en especial en Argentina, México, Perú y Brasil.
Los inversores británicos, franceses y estadounidenses también pusieron capital
en empresas mineras, sobre todo en México, Chile y Perú, lo que significó que
los latinoamericanos no hubieran de invertir allí, pero también que el control
de los sectores clave de sus economías pasara a manos extranjeras.
De este modo, a finales del siglo XIX, se había establecido una forma de
crecimiento económico basado en la &laqno;exportación-importación» que
estimuló el desarrollo de los sectores de materias primas de las economías
latinoamericanas. El impulso y el capital provinieron en su mayoría del
exterior. Con la adopción de esta alternativa, América Latina tomó un camino
comercial de crecimiento económico &laqno;dependiente» de las decisiones y
la prosperidad de otras partes del mundo.
La rápida expansión de sus economías de exportación fue acompañada e
incluso precedida por la victoria de una justificación intelectual para su
integración en la economía mundial. Esta justificación fue el liberalismo, la
fe en el progreso y la creencia en que llegaría a la economía sólo mediante el
juego libre de las fuerzas comerciales y a la politica mediante un gobierno
limitado que maximizara la libertad individual. El liberalismo latinoamericano,
al igual que la mayoría de sus ideologías, fue algo importado. Sus fuentes
principales fueron Francia e Inglaterra. Sin embargo, a diferencia de estos países,
América Latina no había pasado por una industrialización significativa a
mediados del siglo XIX. Por ello, carecía de la estructura social que había
madurado el liberalismo en Europa, hecho que sin duda iba a hacer algo
diferente al liberalismo latinoamericano.
En la segunda mitad del siglo XVIII, la América española y Brasil pasaron
por un experimento abortado de capitalismo estatal. Los trastornos causados por
las guerras revolucionarias francesas habían quebrado el monopolio comercial
español en América. La Habana había sido capturada por los ingleses y sus
puertos, abiertos de por en par. El asombroso aumento del comercio impresionó a
todos los observadores. La lógica era ineludible: puesto que el contrabando se
había convertido en un alto porcentaje del comercio total en toda la América
española y portuguesa, ¿por qué no legalizar el comercio libre y obtener
impuestos del incremento en un comercio controlado por el gobierno?
Los apologistas del liberalismo económico citaban sin cortapisas a los teóricos
europeos que justificaban el comercio libre y la división internacional del
trabajo como algo &laqno;natural» y, sin duda, óptimo. Toda desviación de
sus dictados sería una locura: reducir el comercio y con ello los ingresos. Es
importante considerar que la mayoría de los críticos que atacaban las
instituciones políticas de los gobiernos monárquicos (que consideraban
&laqno;no liberales») no discrepaban de la ideología del liberalismo
económico. En Brasil, por ejemplo, Tavares Bastos acusó al gobierno de
extinguir la vida política local, pero ensalzó las virtudes del libre comercio
y repitió fielmente las doctrinas europeas del laissez-faire.
Se podría decir que durante la última parte del siglo XIX el liberalismo
económico permaneció firme en América Latina. Los intentos por implantar
aranceles proteccionistas fueron rechazados por los políticos, que sostenían no
encontrarse en condiciones, ya fuera por sus recursos o por su capacidad de
hacer tratos, de violar los principios del libre comercio.
Los debates clave acerca de la política económica se restringían en gran
medida a las elites, definidas aquí como ese pequeño estrato (menos del 5 por
100 de la población) con poder y riqueza para controlar las decisiones
políticas y económicas de ámbito local, regional y nacional.
El compromiso de éstas con el liberalismo se veía reforzado por su profunda
preocupación acerca de la supuesta inferioridad racial de sus poblaciones
nativas. De modo implícito aceptaban las teorías racistas al propugnar
constantemente fuertes inmigraciones europeas como solución a su falta de mano
de obra cualificada. Preferían inmigrantes del norte de Europa (aunque en
realidad la gran mayoría vino de Portugal, España e Italia) con la esperanza de
que los hábitos de la confianza en uno mismo y la capacidad emprendedora-sellos
distintivos del ideal liberal-se reforzaran en su continente.
Añadido a las dudas racistas, había un sentimiento generalizado de su
propia inferioridad. Hasta la primera guerra mundial, las elites
latinoamericanas se solían describir como poco más que imitadoras de la cultura
europea. Muchos dudaban de que sus países pudieran siquiera lograr una
civilización característica. En los países tropicales, las preocupaciones
acerca del determinismo racial se reforzaban con dudas sobre su clima, del que
los teóricos europeos decían constantemente que nunca sustentaría una
civilización superior. Así pues, el determinismo medioambiental reforzaba el
racial y su combinación parecía descalificar a las tierras tropicales como escenario
en el que pudiera realizarse el sueño liberal.
Dentro de América Latina, el rápido crecimiento de las economías de
exportación llevó a transformaciones sociales sutiles pero importantes. La
primera de todas y la más valiososa fue la modernización de la elite de clase
alta. Debido a estos nuevos incentivos económicos, los latifundistas y
propietarios dejaron de contentarse con realizar operaciones de subsistencia en
sus haciendas; en su lugar, buscaron oportunidades y maximizaron los
beneficios, lo cual condujo al surgimiento de un espíritu empresarial que marcó
un cambio significativo en la apariencia y conducta de los grupos de elite. Los
ganaderos de Argentina, los cultivadores de café de Brasil, los plantadores de
azúcar de Cuba y México, todos buscaban eficiencia y éxito comercial. Ya no
eran una elite semifeudal que vivía parcialmente encerrada, sino que se
convirtieron en empresarios decididos.
Surgieron nuevos grupos profesionales o dc &laqno;servicios» para
desempeñar funciones económicas adicionales. Particularmente importante fue el
crecimiento y cambio habido en el sector comercial. Los comerciantes cumplieron
una función esencial en esta transformación, al igual que en la ctapa colonial.
pero ahora muchos eran extranjeros y vincularon las economías latinoamericanas
con los mercados ultramarinos, en particular con Europa. También se contempló
una evolución entre los profesionales, abogados y demás representantes de los
grupos extranjeros y nacionales en sus transacciones comerciales. Los abogados
siempre habían sido importantes, pero durante la fase de
exportación-importación asumieron nuevas funciones cruciales al ayudar a
determinar el marco institucional de la nueva era.
Estas transformaciones económicas y sociales también condujeron al cambio
político. Al poner tanto en juego, las elites latinoamericanas-en especial los
terratenientes-comenzaron a interesarse por la política nacional. Ya no se
contentaban con permanecer en sus haciendas feudales y comenzaron a perseguir
el poder político. La era del caudillo tradicional estaba llegando a su fin.
Su búsqueda de autoridad política a finales del siglo XIX tomó dos formas
básicas. En una versión, los terratenientes y otras elites económicas tomaron
el control del gobierno de forma directa, como en Argentina y Chile. Querían
construir regímenes fuertes y selectivos, por lo habitual con apoyo militar, y
solían proclamar su legitimidad mediante la adhesión a unas constituciones que
se parecían mucho a los modelos europeos y estadounidense. En Argentina y Chile
hubo una tenue competencia entre partidos que tendían, al menos en esta fase
inicial, a representar facciones rivales de la aristocracia. Pero había mucho
acuerdo acerca de los temas políticos básicos y escasa oposición seria a la
cordura de perseguir el crecimiento económico mediante la exportación. La
rivalidad era restringida y la votación solía ser una farsa. Se podría pensar
en tales regímenes como expresiones de la &laqno;democracia oligárquica».
Un segundo modelo conllevaba la imposición de dictadores fuertes, a menudo
con cargos militares, para asegurar la ley y el orden; de nuevo, en beneficio
último de las elites terratenientes. Porfirio Díaz en México, que tomó el poder
en 1876, es el ejemplo más notable, pero el modelo también apareció en
Venezuela, Perú y otros países. En contraste con la democracia oligárquica,
donde las elites ejercían el poder político aque se trataba de la aplicación
indirecta de su autoridad mediante dictadores que no solían provenir de los
estratos más altos de la sociedad.
En cualquier caso, lo importante era la estabilidad y el control social. Se
suprimieron los grupos disidentes y se contuvo la lucha por el poder dentro de
círculos restringidos. Sin duda, una de las metas básicas de estos regímenes
era centralizar el poder, si era necesario quitándoselo a los caudillos
regionales, y crear estados-nación poderosos y dominantes. No era fácil
lograrlo debido a la fragmentación residual de la sociedad y a su misma
estructura, pero se hicieron progresos en los países más grandes. En Argentina,
por ejemplo, triunfó el centralismo con el establecimiento de la ciudad de
Buenos Aires como distrito federal en 1880 (al igual que Washington D.C. está
bajo la jurisdicción directa del gobierno federal en Estados Unidos). En México,
la política efectiva y a menudo despiadada de Porfirio Díaz llevó al aumento
del poder nacional a expensas de las plazas fuertes locales y, en Brasil, el
gobierno imperial de Dom Pedro II avanzó de forma significativa hacia el
establecimiento de un estado-nación efectivo (pero también provocó un retroceso
regional que contribuyó al derrocamiento del imperio en 1889).
La intención de los centralistas era promover un mayor desarrollo económico
mediante el crecimiento de las líneas de exportación-importación. La
estabilidad política se consideraba algo esencial para atraer la inversión
extranjera que, a su vez, estimularía el crecimiento económico. Y cuando
llegaba la inversión, ayudaba a fortalecer las fuerzas de la ley y el orden.
Los ferrocarriles son un ejemplo: los inversores extranjeros se resistirían a
colocar sus fondos en un país amenazado por el desorden político; pero una vez
que se construían los ferrocarriles, como en el caso de México, se convertían
en instrumentos importantes para consolidar la autoridad central, ya que podían
usarse (y lo fueron) para despachar tropas federales a sofocar levantamientos
en casi cualquier parte de la nación.
Fase 2. Expansión del crecimiento basado en la exportación-importación
(1900- 1930)
El éxito de esta política se hizo evidente a finales del siglo XIX y
comienzos del XX, cuando las economías latinoamericanas orientadas a la
exportación iniciaron periodos de prosperidad notable. Argentina se volvió tan
rica por su economía basada en la carne y el trigo, que la figura del playboy
argentino se convirtió en un distintivo de la sociedad de moda europea: un
joven latino gastador que perseguía con gallardía la elegancia. En México,
aparecieron y se extendieron las plantaciones que producían henequén en Yucatán
y azúcar en las zonas centrales, en especial al sur de la capital; la minería
era también rentable y la naciente industria petrolera comenzaba a convertirse
en una actividad significativa. Seguían creciendo las exportaciones de cobre
procedente de Chile, que también cultivaba algunas frutas y trigo para los
mercados internacionales. Las mejoras tecnológicas llevaron al aumento de la
producción azucarera en el Caribe, especialmente en Cuba, cuando los
propietarios estadounidenses aceleraron sus inversiones en trapiches de azúcar
modernos. Brasil vivía de las exportaciones de café y caucho natural. La United
Fruit Company extendió sus inmensas plantaciones de plátanos en Centroamérica.
En todos estos países, la economía monetaria se había vuelto más sensible a las
tendencias de la economía mundial, donde las exportaciones conseguían divisas
para comprar a duras penas las importaciones necesarias. Todo impacto
importante en la economía mundial producía efectos rápidos y espectaculares en
los sectores mercantilizados. Aunque la industrialización seguía siendo
incipiente, ya había fábricas en sectores como el textil, artículos de cuero,
bebidas, procesamiento de alimentos y materiales de construcción. Los sectores
de servicios más dinámicos eran el transporte, la burocracia estatal, el
comercio y las finanzas.
La consolidación del modelo de crecimiento por importación-exportación
impulsó dos cambios fundamentales en la estructura social. Uno fue la aparición
y el aumento de los estratos sociales medios. Por la ocupación desempeñada, a
ellos pertenecían profesionales, comerciantes, tenderos y empresarios pequeños
que se beneficiaban de la economía de exportación-importación, pero que no se
encontraban entre los estratos superiores en cuanto a propiedades o liderazgo. Los
portavoces del sector medio solían hallarse en las ciudades, tenían una
educación bastante buena y buscaban un lugar reconocido en su sociedad.
El segundo cambio importante tuvo que ver con la clase trabajadora. Para
sustentar la expansión de las economías de exportación, las elites trataron de
importar fuerza de trabajo externa (como señaló una vez el argentino Juan
Bautista Alberdi, &laqno;gobernar es poblar»). Como resultado, en la década
de 1880, Argentina comenzó una política dinámica para alentar la inmigración
desde Europa: la marea de llegadas durante las tres décadas siguientes fue tan
grande que, incluso descontando los retornos, ha sido denominada por uno de los
historiadores del país la &laqno;era aluvial». Brasil también reclutó inmigrantes,
principalmente para trabajar en los cafetales de Sao Paulo. Los recibidos por
Perú y Chile fueron numerosos, pero muchos menos en términos absolutos y
relativos que los de Argentina. Cuba siguió siendo un caso especial, ya que la
importación de esclavos negros africanos había determinado hacía mucho la
composición de su clase trabajadora (esto es igual en ciertas partes de Brasil,
en particular en el noreste, donde las plantaciones de azúcar prosperaron con
el trabajo esclavo). México presenta una excepción interesante a este modelo.
Fue el único entre los países mayores que no buscó una inmigración externa
considerable. Hay una razón obvia para ello: el país continuaba teniendo una
gran población campesina India, por lo que resultaba innecesario importar
fuerza laboral.
La aparición de las clases trabajadoras incipientes llevó a la aparición de
nuevas organizaciones, con importantes implicaciones para el futuro. Los
trabajadores solían establecer sociedades de ayuda mutua y, en algunos países,
emergieron los sindicatos. La naturaleza de la economía latinoamericana
estableció el del obrero. En primer lugar, como las exportaciones eran
cruciales, los trabajadores de la infraestructura que las hacían posibles-en
especial los ferrocarriles y muelles-tenían una posición vital. Toda parada
laboral suponía una amenaza inmediata para la viabilidad económica del país y,
de ese modo, para su capacidad de importar. En segundo lugar, el estado
relativamente primitivo de la industrialización significó que la mayoría de los
trabajadores estuvieran empleados en firmas muy pequeñas, habitualmente de
menos de 25 empleados. Sólo unas cuantas industrias. como las textiles, se
adecuaban a la imagen moderna de enormes fábricas con técnicas de producción
masivas. Los sindicatos en cuestión se solían organizar por oficios y no por
industrias. La excepción eran los trabajadores de los ferrocarriles, las minas
y los muelles, que no por coincidencia se hallaban entre los militantes más
activos.
De 1914 a 1927 se contempló el surgimiento de la movilización obrera, fue
el punto más alto de la influencia anarquista, anarcosindicalista y
sindicalista, cuando las capitales de toda nación importante de América Látina
se vieron torpedeadas por huelgas generales. De repente, pareció que esta
región se unía a las confrontaciones de clase que estromecían a Alemania y
Rusia, así como a Estados Unidos y gran parte del resto de Europa. En estos
momentos críticos-protestas masivas, huelgas generales, intensificación de
lazos entre sindicalizados y no sindicalizados-, se puede ver con claridad la
naturaleza de la clase trabajadora, su organización y el mode en que las elites
dominantes deciden responder.
Lo que necesitaremos comparar, a medida que se desarrollen los estudios por
países, son las similitudes y las diferencias de los modelos de interacción
entre patronos, trabajadores y políticos, junto con terratenientes,
profesionales y militares. Aunque existen semejanzas en las movilizaciones
laborales urbanas durante la década posterior a la gran protesta que comenzó
con el fin de la primera guerra mundial, hubo sorprendentes diferencias en las
respuestas de la elite. En particular, veremos que el marco legal de las
relaciones laborales recibió mucha más atención en Chile que en Argentina y
Brasil.
Otro cambió importante durante el de 1900 a 1930 afectó al equilibrio entre
los sectores rural y urbano de la sociedad. Se combinaron la importación del
trabajo y la migración campesina para producir el crecimiento a gran escala de
las ciudades. En 1900 Buenos Aires se había establecido como &laqno;el
París de Suramérica» y era una ciudad grande y cosmopolita con unos 750.000
habitantes. En total, casi un cuarto de la población argentina vivía en las
ciudades con más de 20.000 habitantes al terminar el siglo; lo mismo ocurría en
Cuba. Cerca del 20 por 100 de la población chilena residía en asentamientos
similares, mientras que las cifras correspondientes a Brasil y México (el
último con una población indígena sustancial) bajaban al 10 por 100. En
Centroamérica las cifras también se hallaban por debajo del 10 por 100 y en
Perú caía al 6 por 100. El hecho generalizado es que la expansión de las
economías de exportación-importación ocasionó la urbanización de la sociedad
latinoamericana.
Sin embargo, debido al origen nacional o étnico, las clases trabajadoras no
con siguieron mucho poder político a comienzos del siglo XX. Los inmigrantes de
Argentina y Brasil no tenían derecho a votar si no habían conseguido la
naturalización, por lo que los políticos podían permitirse no tenerlos en
cuenta. En México, los trabajadores de origen campesino tenían pocas
posibilidades de influir en la dictadura de Porfirio Díaz. Y en Cuba, por
supuesto, la historia de la esclavitud había dejado su doloroso legado.
Esto significó, al menos a breve plazo, que las elites latinoamericanas,
mientras promovían la expansión orientada a la exportación, pudieran contar con
una fuerza laboral que respondía sin que existiera una amenaza efectiva de
participación política (aunque las huelgas habían resultado preocupantes).
Desde entonces hasta los años veinte o treinta a algunos les pareció contar con
lo mejor de ambos mundos.
Y, como resultado, las elites de varios países permitieron una reforma
política que posibilitó a los miembros y representantes de los sectores medios
acercarse al poder. La idea era conseguir la lealtad de los sectores medios
para fortalecer de este modo la estructura de control y poder de la elite. Por
consiguiente, el inicio del siglo XX fue un periodo de reforma política en
algunos de los países mayores: en Argentina, una ley electoral de 1912 abrió el
sufragio a grandes sectores de población y permitió al partido de la clase
media, el denominado Partido Radical, conseguir la presidencia en 1916. En
Chile, los cambios comenzaron en realidad a partir de 1890 y supusieron la
imposición del gobierno parlamentario sobre el sistema presidencialista
anterior. En Brasil, la caída de la monarquía en 1889 inanguró un periodo de
política electoral limitada. Cuba, tras conseguir la independencia de España en
1898 (y como muchos dirían, cederla después a Estados Unidos), siguió siendo un
caso especial. E incluso para México, donde estalló una revolución a gran
escala en 1910, es válida la generalización: el objetivo original del movimiento
revolucionario no era transformar la sociedad mexicana, sino solamente
conseguir el acceso al sistema político de los segmentos excluidos de la clase
media.
Los movimientos reformistas produjeron a menudo una &laqno;democracia
cooptada», en la que la participación efectiva se extendía de la clase alta a
la media y seguía excluyendo a la más baja. Tales transformaciones solían
reflejar los intentos de las elites socioeconómicas gobernantes por cooptar a
los sectores medios en apoyo del sistema, aunque a veces tuvieron consecuencias
imprevistas, como en el caso de México, donde los acontecimientos trascendieron
hasta ocasionar una revolución completa. Los objetivos de la mayoría fueron
limitados.
Un efecto colateral significativo fue la creación de un cuadro de políticos
profesionales en varios países. Los partidos políticos crearon carreras para
los hombres (las mujeres latinoamericanas ni siquiera tuvieron voto hasta 1929)
que pudieran dedicar toda su vida adulta a conseguir el poder político. Muy a menudo
solían representar los intereses de la aristocracia reinante, pero además
formaban un grupo social separado e identificable. Como actores prominentes de
la escena política civil, también se convirtieron en blancos del desdén y la
ira del estamento militar.
En la mayor parte de los países latinoamericanos, la fórmula reformista
funcionó bastante bien, al menos para las elites. La demanda europea de
materias primas durante la primera guerra mundial y varios años después condujo
a una prosperidad continuada y sostenida. El modelo de crecimiento basado en la
exportación-importación parecía ofrecer medios funcionales y provechosos para
la integración dc América Latina en el sistema global del capitalismo. Las
adaptaciones políticas parecían asegurar la hegemonía a largo plazo de las
elites nacionales.
En realidad, pronto se descubrió que el liberalismo -tanto político como
cconómico-tenía deficiencias. Su ilustra el fenómeno tan conocido en toda la
América Latina contemporánea: el préstamo cultural desafortunado o
&laqno;alienación», según lo han descrito los nacionalistas de tiempos
recientes. Al copiar las instituciones legales y las frases filosóficas del
liberalismo clásico, los latinoamericanos descubrieron que su realidad no se
prestaba a la simple aplicación del dogma. No supieron entender que, en su
origen, el liberalismo europeo fue la ideología de una clase social en alza,
cuyo poder económico emergente le proporcionó los medios para llevarla a la
práctica.
¿Significa esto algo más que América Latina carecía de una close media
importante? Sólo en parte. Resulta más fundamental el hecho de que había
seguido siendo una economía agraria cuyo sector exportador se correspondía, en
la mayoría de los países, con un enorme sector de subsistencia. El liberalismo
tuvo fortuna sólo porque, desde 1850, un pequeño pero creciente sector de la
sociedad pensó que éste consideraba diferentes sus intereses de los propios de
los sectores tradicionales.
De forma específica, todos los profesionales-abogados, médicos, militares
de carrera, funcionarios civiles y comerciantes-constituían un interés urbano.
Absorbieron con rapidez las ideas liberales europeas sin conseguir el poder
económico relativo de sus semejantes en Francia e Inglaterra. Así, aunque no
hubieran considerado que sus intereses económicos eran antagónicos de los del
sector agrario tradicional, se hubieran hallado en una posición débil. Pero a
menudo no fue así. Sus vidas solían estar ligadas al sector agrario aunque
vivieran en las ciudades. Los ingresos de sus clientes, usuarios y patronos
dependían en gran medida de la agricultura comercial. A su vez, la prosperidad
de esta agricultura dependía del comercio exterior.
En este punto, el económico ponía en un callejón sin salida
a los liberales latinoamericanos. Como creían en sus principios abstractos
y se daban buena cuenta de su patente debilidad frente a sus principales
acreedores y socios de intercambios-Estados Unidos e Inglaterra-, no podían
pensar en un camino que pasara por soluciones económicas no liberates. Además,
lo último les habría resultado caro en sus personas a corto plazo. Por ejemplo,
los aranceles proteccionistas para la industria sin duda habrían cargado a los
consumidores urbanos con bienes más caros y de peor calidad. La protección
también habría hecho peligrar los beneficios de los comerciantes dedicados a la
exportación-importación, que eran un poderoso grupo de presión. Así pues, Los
liberales fueron renuentes a apoyar la industrialización, que por sí sola
podría haber aumentado su nú¦nero lo suficiente como para otorgarles el poder
politico, que quizá habría hecho posible la realización de los ideates
políticos liberales.
El económico y el político se sesgaban de otro modo más. las ideas no
liberales en economía tales como los aranceles proteccionistas y los controles
sobre las inversiones extranjeras a menudo se asociaban en la práctica con
ideas políticas antiliberales. Así , la conexión se estableció con facilidad:
la desviación de los principios económicos liberales significaba un gobierno
autoritario por lo que se la tenía en poco aprecio.
Un argumento más utilizado contra los que abogaban por la heterodoxia
económica (es decir, por medidas no liberales) era difícil de rebatir desde la
política. Ante cualquier propuesta de apoyo gubernamental a la industria
nacicnal, sus oponentes lanzaban la acusación, a menudo con buenos resultados,
de que un pequeño grupo de inversores egoístas querían beneficiarse a expensas
del público. Además, los empresarios locales casi siempre carecían de fondos y
experiencia. Como en el resto del mundo en vías de desarrollo, se enfrentaban a
la competencia formidable de los bienes importados desde las economías
industrializadas. Sin protección ni subsidios tenían pocas esperanzas.
A los liberales latinoamericanos también los debilitaba otra razón. Se
trataba de su incertidumbre acerca de una premisa subyacente en el liberalismo:
la fe en la racionalidad y el carácter emprendedor de los individuos del país.
En Brasil, por ejemplo, los políticos se habían pasado años justificando la
esclavitud sobre la base de que era un mal necesario para su economía tropical
agraria. Sólo podían hacer ese trabajo los esclavos africanos. Ahora el
argumento volvía para perseguir a los liberates. El legado de la esclavitud era
una fuerza laboral que quedaba muy lejos del mundo racional concebido por
Bentham y Mill. El acontecimiento que transformó esta atmósfera fue el
derrumbamiento espectacular de la economía capitalista mundial en 1929 y 1930.
Fase 3. Industrialización en lugar de importación
(1930-década de 1960)
La Gran Depresión tuvo en su inicio efectos catastróficos sobre las
economías latinoamericanas. El precipitado declive económico de Europa y
Estados Unidos redujo de improviso el mercado para sus exportaciones. La
demanda internacional de café, azúcar, metales y carne pasó por una aguda
reducción y no se pudieron hallar salidas alternativas para estos productos.
Cayeron el precio unitario y el volumen de exportación, por lo que el valor
total durante los años 1930-1934 fue un 48 por 100 más bajo que el de
1925-1929. Una vez más, los acontecimientos sucedidos en el centro
industrializado del sistema mundial tuvo efectos decisivos (y limitadores)
sobre América Latina y otras sociedades del Tercer Mundo.
La depresión mundial que siguió causó una gran presión en los sistemas
políticos de los países latinoamericanos, muchos de los cuales sufrieron golpes
militares (o intentos de golpes). Más o menos en el año siguiente a la quiebra
de la bolsa en Nueva York, los militares habían buscado el poder o lo habían
tomado en Argentina, Brasil, Chile, Perú, Guatemala, El Salvador y Honduras
México soportaba su propia crisis constitucional y Cuba sucumbió a un golpe
militar en 1933. Sería una exageración afirmar que los efectos económicos de la
Depresión causaron estos resultados políticos, pero pusieron en duda la
viabilidad del modelo de crecimiento basado en la exportacion-importación,
ayudaron a desacreditar a las elites políticas gobernantes e hicieron que las
mesas estuvieran más preparadas para aceptar los regímenes m¦litares. A partir
de la década de 1930, el ejército reafirmó su papel tradicional como fuerza
principal en la política latinoamericana.
Los gobernantes de la región tenían dos opciones para responder a la crisis
económica global. Una era forjar vínculos comerciales aún más estrechos con las
naciones industrializadas para asegurarse compartir equitativamente el mercado
sin que importase su tamaño y desajustes. Por ejemplo, Argentina tomó csta vía
al luchar por preservar su acceso al mercado británico de carne. En 1933 firmó
el Pacto Roca-Runciman, mediante el cual retendría cuotas aceptables del
mercado inglés a cambio de garantizar la compra de bienes británicos y asegurar
las ganancias de los negocios británicos en Argentina. De estc modo, algunos
países trataron de mantener el funcionamiento del modelo basado en la
exportación-importación a pcsar de la reducción en la demanda ocasionada por la
Deprcsión.
Una vía alternativa, que no contradecía necesariamentc a la primera, era
embarcarse en la industrialización. Una de las metas de esta política, a menudo
apoyada por el ejército sería conseguir una mayor independencia económica. La
idea era que al Ievantar su propia industria, América Latina depcndería menos
de Europa y Estados Unidos en cuanto a artículos manufacturados. Para los
militares esto significaba armas. Al producir bienes industriales agrícolas y
minerales, las economías latinoamericanas se integrarían más y se harían más
autosuficientes. Y, como resultado, serían menos vulnerables a los choques
causados por la depresión mundial.
Un un objetivo adicional era crear puestos de trabajo para las clases
trabajadoras que habían seguido aumentando su tamaño e importancia desde
comienzos del siglo XX. El proletariado latinoamericano se concentraba casi
totalmente en las ciudades y seguía luchando por organizar y sostener
movimientos sindicales. Y en contraste con la generación anterior, ahora
trataba de ejercer poder como fuerza social. En algunos países como Chile, los
movimientos sindicales se vieron relativamente libres de la participación
arbitraria del gobierno. En otras partes, como en México y Brasil, los
políticos reconocieron el trabajo como un recurso político potencial y tomaron
parte directa en estimular (y controlar) las organizaciones laborales. Ya se
percibiera como aliada o amenaza, la clase trabajadora urbana buscaba un empleo
seguro y los dirigentes latinoamericanos vieron la industrialización como un
medio de responder.
Pero la forma más razonable de desarrollo industrial no era copiar
simplemente los senderos trazados, por ejemplo, por la Inglaterra del siglo XX.
En su lugar, las economías latinoamericanas comenzaron a producir artículos
manufacturados que antes importaban de Europa y Estados Unidos. De aquí
proviene el nombre para este tipo de desarrollo: &laqno;sustitución de
importaciones».
Desde finales de los años treinta hasta los años sesenta, las políticas de
este tipo tuvieron un éxito relativo, al menos en los países grandes.
Argentina, Brasil y México pusieron en marcha importantes plantas industriales
que ayudaron a generar crecimiento económico. Hubo limitaciones e impedimentos
a esta forma de desarrollo (que se explican más adelante), pero el resultado
inmediato fue generar impulso para las economías nacionales.
Las consecuencias sociales de la industrialización fueron complejas. Un
resultado, por supuesto, fue la formación de una clase capitalista empresarial
o, de forma más específica, de una burguesía industrial. En Chile, los miembros
de este grupo provinieron sobre todo de las familias de la elite latifundista.
En México y Argentina comprendieron diferentes tipos sociales, por lo que
representaron un reto potencial a la hegemonía de las elites gobernantes
tradicionales. Pero permanece invariable el punto básico: la industrialización,
aunque fuera de este tipo, creó un nuevo grupo de poder en la sociedad
latinoamericana. Su papel iba a ser muy debatido a medida que avanzaba el
siglo.
De una importancia particular fue el papel del Estado en la estimulación
del crecimiento industrial basado en la sustitución de importaciones. En
contraste con las políticas de laissez-faire de Inglaterra y Estados Unidos
durante el siglo XIX, los gobiernos latinoamericanos promovieron de forma
activa el crecimiento industrial. Lo hicieron de varios modos: erigiendo
barreras arancelarias y elevando el precio de los bienes importados hasta el
punto en que las compañías industriales nacionales pudieran competir con éxito
en el mercado: creando demanda al favarecer a los productores locales en los
contratos gubernamentales (por ejemplo, en compras para el ejército). y, Io más
importante. estableciendo empresas estatales e invirtiendo directamente en
compañías industriales. Mediante la protección y la participación. el Estado
proporcionó el ímpetu decisivo para el crecimiento industrial de la región.
A medida que progresaba la industria, las clases obreras también se
hicieron más fuertes e importantes. Ya fueran autónomos o dirigidos por el
gobierno, los movimientos sindicales crecieron con rapidez y el apoyo (o
control) del trabajo se convirtió en algo crucial para la continuación de la
expansión industrial. Se necesitaba que los obreros proporcionaran trabajo en
condiciones que fueran rentables para sus patronos. El trabajo organizado
emergía como un importante actor en la escena latinoamericana.
La expresión política de estos cambios socioeconómicos tomó dos formas. Una
fue seguir con la democracia de elección, mediante la cual los industriales y
trabajadores obtenían acceso (por lo usual limitado) al poder a través de la
contienda electoral o de otro tipo. Un ejemplo fue Chile, donde los partidos
políticos se reorganizaron para representar los intereses de nuevos grupos y
estratos de la sociedad. Los partidos pro trabajo y pro industriales entraron
en el proceso electoral chileno y acabaron llevando a la trágica confrontación
de los años setenta. Bajo este sistema, se los cooptó en la estructura
gubernamental, y mientras duró este acuerdo, su participación prestó un valioso
apoyo al régimen.
La respuesta más común conllevó la creación de alianzas
&laqno;populistas» multiclasistas. El surgimiento de una elite industrial y
la vitalización de los movimientos obreros hicieron posible una nueva alianza
pro industria que mezclaba los intereses de empresarios y trabajadores; en
algunos cases, desafiando de forma directa el predominio secular de los
intereses agrícolas y terratenientes. Cada una de estas alianzas la forjó un
dirigente nacional que utilizó el poder estatal para su objetivo. De este modo,
como veremos más adelante, Juan Perón construyó una coalición de clases
populista y urbana en Argentina durante los años cuarenta; en Brasil, Getúlio
Vargas comenzó a hacer lo mismo a finales de los años treinta; y, en
circunstancias algo más complicadas, Lázaro Cárdenas se inclinó por soluciones
populistas para México durante este mismo periodo. La mayoría de los regímenes
populistas tenían dos características clave. Por un lado, eran al menos
semiautoritarios: solían representar coaliciones contra algún otro conjunto de
intereses (como los de los terratenientes) a los que por definición se impedía
la participación, lo que conllevaba cierto grado de exclusión y represión. Por
otro lado, como el tiempo demostraría, re-presentaban intereses de clases
trabajadores e industriales destinadas al conflicto. Así pues, el mantenimiento
de estos regímenes dependía en gran medida del poder personal y carisma de los
dirigentes individuales (como Perón en Argentina y Vargas en Brasil). También
significaba que. con un dirigente carismático o sin él sería díficil
sostenerlos en tiempos de adversidad económica.
Fase 4. Estancamiento del crecimiento basado en la sustitución de
importaciones (década de 1960-década de 1980)
Los años sesenta presagiaron una era de crisis para América Latina. La
estrategia política que surgió de las políticas de industrialización
posteriores a 1929 había comenzado a tropezar con series problemas, tanto
económicos como políticos. En el frente económico, surgieron en parte por la
misma na-turaleza del desarrollo basado en la industrialización para sustituir
a la im-portación.
En primer lugar, la estructura de esta industrialización era incompleta.
Para producir géneros manufacturados, las empresas latinoamericanas tenían que
contar con bienes de producción importados (como la maquinaria) de Europa,
Estados Unidos y luego de Japón. Si no podían importarse, o eran demasiado
caros, se ponían en peligro las empresas locales. Poco a poco los
latinoamericanos se dieron cuenta de que el crecimiento basado en este tipo de
industrialización no ponía fin a su dependencia de las naciones
industrializadas. Sólo alteraba su forma.
Esta dificultad inherente se agudizó por los términos desiguales del
intercambio. Con el paso de l tiempo, los precios de las principales
exportaciones latinoamericanas (café, trigo, cobra) en el mercado mundial
sufrieron un descenso sostenido de poder adquisitivo. Es decir, por la misma
cantidad de exportaciones, los países latinoamericanos podían comprar cada vez
menores cantidades de bienes de producción. Así pues, el crecimiento económico
se enfrentaba a un atolladero. Y la respuesta no consistía en aumentar el
volumen de sus exportaciones tradicionales, ya que esto solamente hacía caer el
precio.
En segundo lugar, la demanda interna de productos manufacturados era
limitada. Las industrias tropezaban contra la falta de compradores, al menos a
los precios y condiciones de crédito que ofrecían. Los brasileños sólo podían
comprar unos cuantos frigoríficos (debido en particular a la distribución del
ingreso tan desigual, que hacía que las masas populares ni siquiera pudieran
considerar tales compras). Quizás podría haberse hecho frente a este problema
de mercados limitados con la formación de asociaciones comerciales
multinacionales o regionales o algo semejante a un mercado común
lati-noamericano; hubo esfuerzos en esta dirección, pero no se resolvió el
tema. Las industrias de los países más grandes tendían a ser más competitivas
que complementarias y tales rivalidades supusieron serios obstáculos políticos
para la formación de las asociaciones. Según pasó el tiempo, las empresas
industriales de la región continuaron enfrentándose al problema de los mercados
limitados.
En tercer lugar, y muy relacionado estaba el grado relativamente elevado de
la tecnología presente en la industria latinoamericana. Esto significaba que
sólo podía crear un número de puestos de trabajo limitado para los obreros. En
otras palabras, el desarrollo industrial latinoamericano de este periodo había
elegido la tecnología con uso de capital intensivo típica de las economías
industriales avanzadas; en comparación con los modelos de crecimiento del siglo
x¦x, ocasionaba más inversiones en maquinaria y menos en trabajo manual. Las
compañías lo consideraban necesario para sobrevivir en la competencia
económica. Sin embargo, uno de sus resultados involuntarios fue poner un techo
al tamaño del mercado interno de bienes de consumo, ya que eran relativamente
pocos los asalariados que podían permitirse comprarlos. Un segundo resultad o
fue la imposibilidad de contrarrestar el creciente desempleo que, en los años
sesenta, comenzó a plantearse como una seria amenaza al orden social
establecido.
A medida que aumentaba la presión, las elites gobernantes de varios países
imponían regímenes más represivos, con frecuencia mediante golpes militares,
como sucedió en Brasil (1964), Argentina (1966) y Chile (1973). En todos los
casos, las decisiones más importantes las tomaron (o estuvieron sujetas al veto
de) los altos cargos militares. En vista del estancamiento económico, los
militares y las elites pensaron que debían estimular la inversión y, para
lograrlo, razonaron, habían de desmantelar, quizás incluso aplastar, el poder
colectivo de la clase obrera. Cuanto más organizada estaba, más difícil resultó
la tarea.
Cada uno de estos gobiernos dominados por los militares asumió el poder de
controlar las decisiones concernientes a los intereses obreros más vitales:
salarios, condiciones laborales, beneficios complementarios y el derecho a
organizarse. La clase obrera tuvo que resignarse a las medidas aprobadas por
las burocracias de los gobiernos militares que establecieron la política
laboral. Entre 1973 y 1979 prácticamente no hubo huelgas en Chile; lo mismo
puede decirse para Brasil de 1968 a 1978. Los intentos de organizar huelgas en
esos países durante los años mencionados invitaban a una dura represión, aunque
se dio cierta relajación en Brasil a comienzos de 1978. Resultó difícil
suprimir la fuerte tradición sindicalista argentina, pero allí también se
obligó a los dirigentes obreros a mostrar gran prudencia. Los tres regímenes
militares crearon el &laqno;imperativo económico» para tratar de las
relaciones laborales.
¿Por qué esta dureza contra la clase obrera? Considerados a corto plazo,
los tres casos pueden explicarse por la necesidad de acometer políticas
antiinflacionistas impopulares. Estos regímenes llegaron al poder cuando la
inflación y la balanza de pagos deficitaria habían vuelto sus economías
peligrosamente vulnerables. En los tres casos, casi se había agotado el crédito
internacional, público o privado, del mundo capitalista. Se había requerido de
los tres que pusieran en marcha programas de estabilización. Como ningún país
no capitalista había logrado en los años recientes conseguir la estabilización
económica sin provocar una caída de los salarios reales (por lo general muy
grande ) y como Argentina, Brasil y Chile tenían mucha experiencia en organizar
la resistencia obrera ante los programas de estabilización, no era una sorpresa
que estos gobiernos militares quisieran controlar estrechamente a esta clase.
Sin embargo, los tres casos de políticas antiobreras tenían causas más
profundas. Estos gobiernos proclamaron ser &laqno;antipolíticos». Culpaban
del infortunio de sus países a la supuesta incompetencia, deshonestidad o
traición de los políticos y se mostraron más agresivos hacia los políticos
izquierdistas radicales y los líderes obreros. Se dejaron abiertos pocos
canales de oposición política. Del mismo modo que Chile fue una vez el sistema
más democrático, su régimen militar se convirtió en el más draconiano, al
abolir todos los partidos políticos y quemar las listas electorales. Los
generales repudiaron la competición política abierta y pluralista por la que el
país se había hecho famoso. Chile iba a entrar en una era &laqno;libre» de
política.
El gobierno militar argentino tomó medidas severas en 1976: suspendió el
Congreso y todos los partidos políticos, lo que significó un hiato en la
competición política. Los guardianes militares de Brasil, aunque llegaron al
poder en una atmósfera política menos radicalizada que los otros dos gobiernos,
también se vieron impulsados en su segundo año (1965) a abolir los antiguos
partidos políticos (reemplazados por dos nuevos sancionados por el gobierno). A
una fase más represiva (aunque con menos muertes que en Argentina o Chile)
iniciada en 1968, le siguió una &laqno;apertura» gradual a partir de 1978.
Los regímenes que avanzaron por este camino acabaron conociéndose como
estados &laqno;burocrático-autoritarios» y presentaron varias
características comunes. Una fue el nombramiento para cargos públicos de gente
con carreras altamente burocráticas: miembros del ejército, el funcionariado
civil o corporaciones importantes. La segunda consistió en la exclusión
política y económica de la clase trabajadora y el control de los sectores
populares. La tercera fue la reducción o casi eliminación de la actividad
política, en especial en las primeras fases del régimen: se definían los
problemas como técnicos, no políticos, y se buscaban soluciones administrativas
en lugar de llegar a acuerdos políticos negociados.
Por último, los gobiernos burocráticos-autoritarios trataron de reavivar el
crecimiento económico mediante la consolidación de vínculos con las fuerzas
económicas internacionales, revisando, una vez más, los términos de la
dependencia del sistema mundial global. De forma específica, los dirigentes de
estos regímenes forjaron con frecuencia alianzas con corporaciones
multinacionales (vastas compañías internacionales como IBM, Philips,
Volkswagen). Para conseguir crédito y ganar tiempo, también necesitaban llegar
a acuerdos con sus acreedores, como los bancos estadounidenses y europeos y los
organismos de préstamo internacionales (como el Banco Mundial y el Banco de
Desarrollo Interamericano). Este tipo de tareas se delegaron por lo común en
los miembros más internacionales de la coalición original, con frecuencia
jóvenes economistas preparados en instituciones estadounidenses, que solían
identificarse con apodos irónicos, como los &laqno;Chicago boys» de Chile.
México, como veremos en el capítulo 7, representa una situación diferente,
ya que el Estado había adquirido un control efectivo sobre los sectores
populares antes de la caída económica de los años sesenta, por lo que pudo
hacer la transición del autoritarismo &laqno;populista» a una versión
modificada del autoritarismo &laqno;burocrático» sin un brutal golpe militar.
Ese control sobre los sectores populares se probó de nuevo durante la larga
crisis económica que siguió a 1982. Centroamérica demuestra la volatilidad de
las condiciones sociales donde el desarrollo económico se dio bajo la dictadura
tradicional, sin dar lugar a una reforma creciente. Y Cuba, con su revolución
social, ofrece un modelo más de transición y cambio.
Fase 5. Crisis, deuda y democracia (década de 1980-década de 1990)
El crecimiento económico durante los años setenta dependió del préstamo
externo. En 1973 y 1974 y de nuevo en 1978 y 1979, Ia acción concertada de los
países exportadores de petróleo llevó a unos aumentos abruptos en el precio
mundial del crudo. Como no podían gastar todos sus inesperados beneficios
(conocidos técnicamente como &laqno;rentas») en sus propios países, los
potentados del Oriente Próximo hicieron depósitos masivos en bancos
internacionales. Resultaba bastante lógico que estos bancos quisieran prestar
este dinero a clientes faltos de capital pero merecedores de crédito, a unas tasas
de interés provechosas. Los banqueros prominentes de Europa y Estados Unidos
decidieron que los países latinoamericanos parecían buenos clientes
potenciales, en especial si sus gobiernos se comprometían a mantener la ley y
el orden.
Así comenzó un ciclo frenético de préstamos. Entre 1970 y 1980, América
Latina incrementó su deuda externa de 27.000 millones de dólares a 231.000
millones, con unos pagos anuales (intereses más amortizaciones) de 18.000
millones. En seguida aparecieron las complicaciones. Bajó el precio de las
mercancías, subieron las tasas de interés real y los banqueros se mostraron
reacios a seguir concediendo créditos. Los países de la región experimentaron
crecientes dificultades para cumplir con sus obligaciones de la deuda y en agosto
de 1982 México declaró su imposibilidad de pagar. El gobierno estadounidense
reunió frenética¦nente un paquete de rescate para ese país, pero sólo
proporcionó un respiro a breve plazo. Para cubrir los intereses únicamentc, los
principales deudores latinoamericanos-Argentina, Brasil y México-tenian que
pagar por año el equivalente del 5 por 100 de su producto interior bruto (PIB).
Atrapada en la disyuntiva de reducir sus ingresos por exportación y aumentar
sus obligaciones de servicio de la deuda, América Latina se sumó en una crisis
económica de una década.
A lo largo de los años ochenta, las autoridades internacionales el gobierno
estadounidense, Ios banqueros privados y especialmente el Fondo Monetario
International (FMI) impusieron estrictos términos a los deudores
latinoamericanos. Si los gobiernos emprendían reformas económicas profundas,
podían hacerse merecedores de la exoneración de sus cargos con la deuda. Estas
reformas casi siempre incluían la apertura de las economías al mercado y la
inversión exteriores, la reducción del papel del gobierno, el impulso a nuevas
exportaciones y la toma de medidas contra la inflación. Este conjunto de ideas
&laqno;neoliberales» requería &laqno;ajustes estructurales» en la
política económica y significó casi el repudio total de las estrategias basadas
en la industrialización en lugar de la importación antes tan alabadas.
Casi sin elección, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos aceptaron
las condiciones patrocinadas por el FMI, al menos formalmente. Los países más
pequeños, como Chile y Bolivia, lograron llevarlas a la práctica. México hizo
progresos importantes hacia finales de la década de 1980, como Argentina,
Brasil y Perú a principios de los años noventa. Brasil, el mayor país de todos,
resistiría las fórmulas del FMI hasta mediados de los noventa.
En 1990, cuando se habían concedido más préstamos para cubrir el pago de
los intereses, la deuda total latinoamericana subió a 417.500 millones de
dólares. Desde 1982 haste 1989, América Latina transfirió más de 200.000
millones de dól ares a las naciones industrializadas, equivalentes a varias
veces el Plan Marshall. El producto interior bruto per cápita descendió en
1981, 1982, 1983, 1988 y 1989, y mostró un descenso acumulativo de casi el 10
por 100 en esa década.
En este contexto de crisis económica, América Latina salió del
autoritarismo, en muchos casos hacia la democracia. Las coaliciones que se
hallaban tras los regímenes burocrático-autoritarios resultaron ser
relativamente frágiles. Los industriales locales se sintieron amenazados por
las corporaciones multinacionales y el instinto militar de aniquilar toda
oposición militante levantó protestas de intelectuales, artistas y
representantes del sector medio. Bajo el pcso de la crisis de la deuda,
también, algunos dirigentes militares decidieron volver a los cuarteles y dejar
que los civiles se hicieran cargo de lo que parecía ser &laqno;un problema
insoluble».
También brotó presión desde abajo. Un hecho notable de la política
latinoamericana durante los años ochenta fue el surgimiento de la participación
civil, cuando los ciudadanos comunes comenzaron a insistir en sus derechos y
pidieron cuentas a los gobiernos. En parte fue el resultado de la unión entre
las fuerzas de oposición producida por la brutalidad de la represión militar.
En segundo lugar, existió un compromiso creciente con el proceso electoral, al
clamor el pueblo por elecciones libres y justas. Por último, como consecuencia
de todos estos procesos, apareció un nuevo cuadro de presidentes civiles, de
clase media y con una buena preparación. Esto se vio claramente en Brasil,
Argentina y Chile.
La mayoría de estos regímenes no fueron democracias completas. En muchos
países, el ejército seguía manteniendo un poder considerable tras la escena y
podía ejercer el veto sobre la política importante. Tras años de represión
(incluida la eliminación física) a manos de dictadores militares, en la década
de los noventa, la izquierda marxista estaba muy dividida, desmoralizada y
desacreditada por el derrumba¦niento del comunismo en la Europa del Este y la
Unión Soviética, y en algunos países todavía se le negaba la participación
efectiva en política. Los temas clave, como la reforma agraria, no tenían
posibilidad de ser considerados con seriedad. Los derechos humanos sufrían
violaciones constantes. Y muchas decisiones cruciales, en especial sobre la
política económica, se tomaron en las altas esferas y de forma autoritaria.
Hacia inicios de los años noventa, América Latina había comenzado por fin a
cosechar los frutos de haber aceptado rigurosas políticas de reforma. Con
exclusión de Brasil (que pospuso sus reformas haste 1994), la inflación
promedio en toda la región cayó del 130 por 100 en 1989 al 14 por 100 en 1994.
Parcialmente en respuesta a ello, los inversores internacionales miraron
favorablemente a América Latina. La entrada de fondos privados del extranjero
principalmente de Europa, Japón y Estados Unidos aumentó de sólo 13.400
millones de dólares en 1990 a la imponente suma de 57.000 millones en 1994. (En
1993 solamente, los inversores estadounidenses compraron más valores
extranjeros en todo el mundo-cerca de 68.000 millones- que durante toda la
década de los ochenta.) Y como resultado, el crecimiento promedio en América
Latina creció de apenas el 1,5 por 100 en 1985-1990 al respetable nivel del 3,5
por 100 a inicios de los años noventa.
Los problemas no obstante persistieron. La mayoría de esta nueva inversión
privada venía en la forma de inversiones de cartera (esto es, compras en bonos
o acciones) antes que en inversiones &laqno;directas» (tales como plantas o
fábricas). Las inversiones de cartera tienden a ser sumamente móviles y
notablemente volátiles, y pueden dejar los países anfitriones casi
instantáneamente. De ese modo cuando la Reserva Federal de Estados Unidos
empezó a aumentar sus tipos de interés a comienzos de 1994, los inversores
comenzaron a prever mejores ganancias en el mercado estadounidense. Esta
expectativa llevó a una caída del 14 por 100 en la entrada de capital a América
Latina en 1994. Y cuando México quebró en diciembre de 1994, los inversores
extranjeros abandonaron los mercados en toda la región en lo que se llamó el
&laqno;efecto tequila». La conclusión es dolorosamente clara: pese a los
esfuerzos impresionantes y a menudo valientes por la reforma económica, América
Latina todavía era vulnerable a los caprichos del mercado financiero mundial.
Había problemas estructurales también. Uno era la persistencia de la
pobreza. Según los patrones internacionales, casi la mitad de la población de
América Latina (46 por 100) es considerada &laqno;pobre» a comienzos de los
años noventa. Un segundo problema de larga duración era la desigualdad. Desde
que en los años cincuenta hubo datos accesibles sobre esta cuestión, América
Latina ha exhibido la distribución del ingreso más desigual existente en el
mundo mayor que en África, el Sureste asiático y el Oriente Próximo y esta
situación estaba empeorando progresivamente. Hacia comienzos de los años
noventa, el 10 por 100 más rico de las familias en América Latina recibía el 40
por 100 de la renta total; mientras que el 20 por 100 más pobre recibía menos
del 4 por 100. De forma que la equidad social planteaba un desafío muy
importante para la región.
Hacia mediados de los años noventa, América Latina presentaba un amplio
espectro político (siempre al margen de la Cuba socialista). En un polo estaba
lo que se podría llamar &laqno;autoritarismo electoral», que tenía su forma
más dura en Guatemala; en el otro, la &laqno;democracia incompleta», muchos
casos se situaban entre ambos polos. Después de una larga lucha contra la
tiranía, Chile recuperó otra vez su lugar, junto a Costa Rica, como el país más
democrático de la región quizá pese a la continuada autonomía de Las fuerzas
armadas. Mostrando un grado considerable de apertura política, Argentina y
Brasil transfirieron el poder presidencial mediante elecciones libres y
limpias. Aunque, debido particularmente a las dictaduras militares, las
instituciones políticas (especialmente la justicia, la legislatura y la
burocracia, así como los ministerios e institutos gubernamentales) se hallaban
muy debilitadas en estos y otros países. Perú afrontó quizá el vacío
institucional más extremo en toda la región. A mediados de los años noventa, se
planteó una pregunta clave: ¿,Tendrían las frágiles democracias
latinoamericanas la fuerza y la competencia para gobernar? ¿,Podrían
desarrollar la capacidad institucional necesaria para consolidar las reformas
recientes y para combatir los problemas de la pobreza y la desigualdad?
CUADRO 2.1. Modelos de cambio en América Latina
|
Desarrollo económico
|
Cambio social
|
Resultado político típico
|
Fase 1
(1880-l900)
|
Iniciación
del crecimiento basado en la exportación- importación
|
Modernización
de la elite, aparición del sector comercial y nuevos profesionales
|
Democracia
oligárquica o dictadura integradora
|
Fase 2
(1900-1930)
|
Expansión
de la exportación- importación
|
Aparición
de los estratos medios comienzos del proletariado
|
Democracia
cooptada
|
Fase 3
(1930-principiosde la década importación de 1960)
|
Industrialización
en lugar de importación
|
Formación
de la élite empresarial, fortalecimiento de la clase trabajadora
|
Populismo
o democracia cooptada
|
Fase 4
(1960-principios de la década de 1980)
|
Estancamiento
del crecimiento basado en la sustitución importaciones; cierto crecimiento
basado en la exportación en los años setenta
|
Agudización
del conflicto, a menudo de clases
|
Régimen
burocrático- autoritario
|
Fase 5
(principios de la década de 1980)
|
Escasez de
divisas (acuciada por la deuda externa) conduce al estancamiento o recesión
|
Aumento de
la movilización de los grupos de clase medios y bajos
|
Democracia
electoral incompleta(con veto militar)
|
En resumen, la evolución de las sociedades principales de América Latina ha
seguido un modelo en el que los desarrollos económico, social y político están
vinculados. La adhesión a un modelo general ha variado de un país a otro, pero,
con todo, resulta posible discernir las líneas generales de una experiencia
histórica común desde finales del siglo XIX. (El cuadro 2.1 presenta un resumen
simplificado.) Se debe recordar que este conjunto de modelos se deriva de la
historia de las naciones mayores y con más desarrollo económico de América
Latina. Algunas de las regiones menos desarrolladas, como Centro américa y
Paraguay, han pasado sólo por algunas de estas transformaciones y su
trayectoria se ha visto muy afectada por la oportunidad de su inicio. Del mismo
modo que los factores globales han condicionado la experiencia histórica de los
países mayores, condicionarán el futuro desarrollo de los países menos
avanzados. En otras palabras, no hay garantías de que la historia de Argentina
o Brasil anuncie el futuro de Honduras y Paraguay, como tampoco de que el
conocimiento de la historia estadounidense del siglo XIX nos permita predecir
la evolución de Chile o México.
Mujeres y sociedad
Si juzgamos por los criterios convencionales, las mujeres han desempeñado
sólo papeles menores en la transformación económica y política de América
Latina. Una mirada a los cargos públicos importantes parece confirmar esta
impresión. ¿Por qué ha sido así? Para responder, necesitamos examinar la
cultura latinoamericana. Una norma central de ésta la constituyen las nociones
de machismo, celebración de las expresiones sexuales y sociales de la potencia
y virilidad masculinas. Durante siglos, esta idea ha proporcionado precepto y
justificación para formas variadas de agresión y dogmatismo, que a su vez se
han vinculado a la protección del honor. Parece que el machismo tuvo su origen
en las concepciones medievales de la caballería y se adaptó firmemente al
cambio social. En todo caso, sigue vigente.
La otra cara de este estereotipo
de orientación masculina ha sido, para las mujeres, el culto mariano. Este mito
recibe el nombre de la Virgen María y exalta las virtudes asociadas a la
feminidad: semidivinidad, superioridad moral y fortaleza espiritual. Porque son
las mujeres, según la concepción latinoamericana, las guardianas de la virtud y
la propiedad. Se las describe con una capacidad infinita para la humildad y el
sacrificio y, como figuras maternas, demuestran una tolerancia inquebrantable
hacia las travesuras impulsivas (a menudo infantiles) de los hombres machos.
Así , la típica imagen femenina es la de santidad y tristeza, a menudo
identificada con los rituales de duelo: una figura melancólica, vestida de
negro y tocada con mantilla, arrodillada ante el altar y rezando por la
redención de los hombres pecadores de su mundo protegido.
Por supuesto, la realidad no
siempre se ha ajustado a las mitologías del machismo y del marianismo. Pero
ambos cultos han sido partes integrantes de la sociedad latinoamericana y han
sido utilizados y explotados sin cesar por miembros de los dos sexos
El papel social de las mujeres se
ha confinado en general a la esfera privada, en particular la familia, donde
han reinado. Fundamentalmente entre las clases inferiores han sido, desde los
tiempos de la colonia, cabezas de familia, debido al abandono o la muerte del
esposo. Y entre la elite de clases superiores, las familias extendidas han sido
dominadas con frecuencia por matronas enérgicas, figuras de abuela que
mantenían una autoridad incontestable sobre asuntos familiares como el
matrimonio, el lugar de residencia y la herencia.
Con el tiempo, los márgenes de la
conducta femenina aceptable se han ensanchado mucho. En el siglo XIX, las
mujeres de cultura solían ser anfitrionas de tertulias en las que los invitados
se enzarzaban en discusiones sobre novelas y literatura. Algunas como Clorinda
Matto de Turner y Mercedes Cabello de Carbonero, de Perú, se convirtieron en
escritoras distinguidas (tradición establecida por la monja mexicana del siglo
XVII sor Juana Inés de la Cruz). Pero persistieron las restricciones, como
denunciaba Mariquita Sánchez, anfitriona de un famoso salón de Buenos Aires,
que describía la condición femenina en versos irónicos.
Durante el siglo XX, el proceso
de cambio se aceleró. Dentro de los estratos de clase media en especial, las
jóvenes dejaron de ir acompañadas a los actos sociales (en parte porque la
familia ponía menos en juego en caso de un matrimonio poco conveniente). Las
mujeres han entrado en el mercado laboral y se han distinguido como maestras,
profesoras, dentistas, médicas e incluso abogadas. En las grandes ciudades
metropolitanas su estilo de vida apenas puede distinguirse del de las mujeres
que viven en París o Nueva York.
Sin embargo, las mujeres
latinoamericanas han entrado muy lentamente en la arena pública (cuando no se
les ha prohibido entrar). Como revela el cuadro 2.2, obtuvieron muy tarde el
derecho al voto en muchos países, en la mayoría en los años treinta o cuarenta
(y hasta 1961 en Paraguay). Los estudios indican que muchas mujeres interpretan
este derecho como un deber cívico más que como una inclinación partidista. En
muchas ocasiones, parecen haber votado por deferencia a las preferencias de sus
esposos.
Fuente: Elsa M. Chaney,
Supermadre: Women in Politics in Latin America, University of Texas Press,
Austin, 1979, p. 169
Pero no siempre. En 1958, por
ejemplo, las mujeres chilenas inclinaron la balanza en favor del candidate
presidencial conservador (cuando los hombres habían otorgado la mayoría al
oponente radical). Y en 1970, en el mismo país, las mujeres de clases bajas
proporcionaron una importante base de apoyo electoral para la izquierda
victoriosa. Es necesaria una mayor investigación sobre el tema (era fácil en
Chile, donde por ley mujeres y hombres votan en casilIas separadas), pero todo
indica que las mujeres están afirmando cada vez más posiciones independientes
en las elecciones clave.
También han mostrado su
influencia de otros modos. En Argentina, formaron un bloque impresionante en el
movimiento peronista de los años cuarenta y cincuenta. Son activas en los
rituales de la política mexicana. Han participado en manifestaciones clave: una
fue la protesta de las cacerolas contra el gobierno de Salvador Allende en
Chile; otra, que comenzó a finales de los años setenta, fue la vigilia semanal
de las "madres de la Plaza de Mayo", en busca de información sobre
sus familiares y seres queridos que habían "desaparecido" en
Argentina. Han tomado parte en los movimientos revolucionarios de México, Cuba
y Nicaragua, y asumieron cargos de importancia y liderazgo en muchas
organizaciones de base que surgieron en los años ochenta y noventa.
Aun después de décadas de
progreso, han conseguido relativamente pocos cargos políticos importantes,
entre el 8-10 por 100 de cargos legislativos y ministeriales a mediados de los
noventa. La primera mujer presidenta (Isabel Martínez de Perón, 1974-1976)
llegó al cargo por la muerte de su esposo. Y cuando han ocupado un puesto, las
mujeres latinoamericanas suelen proyectar en sus tareas un claro enfoque
femenino. Escuchemos por ejemplo a Evita Perón, quizá la mujer más poderosa en
la historia del hemisferio occidental: de este modo, Evita, voluntariosa y con
ambición política, atendía los temas del marianismo.
En este gran hogar de la patria,
yo soy como cualquier otra mujer en cualquiera de los innumerables hogares de
mi pueblo. Igual que todas ellas, pienso en mi esposo y mis hijos ... Es que me
siento verdaderamente la madre de mi pueblo.
En el contexto de los
constreñimientos (y ventajas) proporcionados por su cultura, las mujeres
latinoamericanas no han desarrollado un movimiento feminista importante, aunque
se ha iniciado en Brasil y otros países. En la mayoría de ellos, han operado
dentro de las categorías socioeconómicas y politicas prevalecientes. Como Elsa
M. Chaney predijo en 1979, "las mujeres latinoamericanas probablemente no
repetirán los modelos de liberación femenina estadounidense o de Europa
Occidental. Tienen su realidad propia ... Cualquier cosa que hagan, las mujeres
latinoamericanas decidirán su curso de acción en el contexto de su cultura y
aspiraciones".