Cuestión
nacional y nacionalismo
Hacia fines del siglo XIX los intelectuales comenzaron a
ocupar un lugar protagónico en la creación de identidades colectivas.
Para esta parte del mundo, entre el repertorio
identitario se encuentran por un lado las intenciones latinoamericanizantes
encarnadas por la vertiente que Oscar Terán denominó “el primer
antiimperialismo latinoamericano”, y por
otro -y de manera preponderante- las intervenciones de corte nacionalizante.
La bibliografía sobre el tema coincide en señalar que en esta época comenzó a
definirse nítidamente la figura del “intelectual público”, el cual actuaba como
formador de opinión y organizador de saberes y discursos de corte identitario.
Dado que la formación de la nación argentina fue una de
las preocupaciones centrales de los intelectuales del siglo XIX y comienzos del
siglo XX, la cuestión de la identidad
nacional, el nacionalismo y sus manifestaciones son tópicos abordados
por una variedad de estudios históricos.
Lejos de las obras del primer revisionismo, de las ligadas a la militancia
de los cincuentas y los sesentas y de las diversas vertientes del nacionalismo
que éstas encarnaron, varios trabajos publicados desde fines de la década de
1960 centraron su interés en el nacionalismo y los nacionalistas de las décadas
de 1920 y 1930. Este es el caso de los aportes escritos por Marysa Navarro
Gerassi y Enrique Zuleta Álvarez.
Mientras que el último se vio especialmente interesado en pensar
el nacionalismo como una empresa política, una corriente doctrinaria e
ideológica, Navarro explicitó su interés en estudiar lo que
denomina “nacionalismo de derecha”, entendido como un conglomerado heterogéneo
de ideas que se habría dibujado a partir de 1920.
Posteriormente, Eduardo Cárdenas y Carlos Payá estudiaron el período de formación inicial del nacionalismo -hacia 1910-
y las figuras de Ricardo Rojas y Manuel Gálvez. Los autores postulan que el
Centenario fue percibido como un momento de crisis de valores, entendida en
términos de decadencia. En ese marco, los intelectuales mostraron su
inconformismo con la realidad de su tiempo por medio de tópicos comunes
-críticas al progreso material, la inmigración masiva, la corrupción política y
la democracia- y presentaron propuestas para frenar la decadencia y la
disgregación nacional. Frente a este diagnóstico, la apelación a lo
hispánico y la puesta en valor de lo
autóctono -el elemento criollo, el
interior, el gaucho- aparecieron como
elementos pasibles de ser procesados en relatos oficiales sobre la nación desde
los cuales cimentar una identidad cohesionada y aglutinante.
A estos estudios se sumó el realizado por Fernando Devoto
y María Inés Barbero, quienes trazan un panorama de largo plazo y reconocen
diferentes corrientes de nacionalismo de elite: el nacionalismo clásico o
republicano, el nacionalismo tradicionalista y el nacionalismo filofascista. Estas
manifestaciones se habrían gestado en torno a la década de 1920 y 1930, y
habrían encontrado a sus precursores en un nacionalismo previo y de corte más
cultural encarnado por Rojas, Gálvez y Lugones .
Cuando el interés se trasladó del nacionalismo y los
nacionalistas hacia la “cuestión nacional” y la formación de identidades, los
focos de atención historiográfica pasaron a retrotraerse a las décadas
anteriores al Centenario. Los trabajos de Lilia Ana Bertoni centran su atención hacia fines del siglo XIX
y destacan la simultaneidad de los
procesos de consolidación estatal y de construcción de la nacionalidad,
acompasados por circunstancias internacionales e internas como la presencia de
la inmigración masiva y las tendencias nacionalistas e imperialistas en Europa.
En consecuencia,
Bertoni sostiene que el desafío que atravesaron los grupos en el poder se
dirigió hacia diferentes frentes: “construir la nación supuso
prioritariamente lograr, a través de un dificultoso proceso, los acuerdos
políticos mínimos, la imposición del
orden, el armado institucional, jurídico y administrativo; también, dotarla de
un punto de partida legítimo y de una historia”.
Las
preocupaciones nacionales -y hasta nacionalistas-
que cobraron auge en las últimas décadas del siglo XIX se plasmaron en el
sistema educativo, las festividades cívicas, las apelaciones al pasado, la
construcción de la “memoria oficial de la nación” y la elaboración de una
“legitimación de la identidad basada en la apelación al pasado patrio”. Encuadrado
en el mismo período, el trabajo de Lucía Lionetti analiza los modos de aplicación
de proyectos de corte modernizador en el ámbito educativo con el objetivo de
crear “pequeños patriotas” y ciudadanos republicanos por medio de una serie de
políticas destinadas a generar sentimientos de pertenencia a la nación pero
también a modelar conductas públicas y privadas.
Otros son los acentos que se subrayan en los centrales
trabajos de Fernando Devoto, quien denomina al pasaje del siglo XIX al XX como
el momento de “el nacionalismo antes del nacionalismo”. En este sentido, da
cuenta del relato fundador de Bartolomé Mitre y su originalidad para presentar
una Argentina predestinada desde sus orígenes a la grandeza nacional. Devoto
describe el “momento Mitre” como el de un nacionalismo cultural, liberal y democrático.
Posteriormente, la
situación configurada en 1880 impuso la necesidad de pensar las formas en las
cuales generar un identidad homogeneizante, en la que “la inmigración y la
nación, la identidad, la nacionalidad” pasaron a formar parte de un horizonte
de preocupaciones de las elites intelectuales y políticas. Este clima
habría tenido en el Centenario su momento cumbre.
Además de los estudios específicos sobre la cuestión
nacional, diversas evaluaciones se interrogan sobre el peso real que las ideas
de sesgo positivista tuvieron en la formación de discursos nacionales en la
Argentina. Mientras que en algunos estudios se afirma su total centralidad en
los discursos formadores de identidades, en otros se sostiene que se situaron
en un plano de igualdad frente a otras tendencias. En este sentido, algunos
trabajos consideran que el ensayo positivista fue el impulsor decisivo de la
identidad nacional, mientras que, matizando esta tesis, otras contribuciones
afirman que la formación de la nación
tuvo su principal cantera en voces provenientes del campo académico y
profesionalizado de los historiadores.
ESTADO Y EDUCACIÓN EN AMÉRICA LATINA A PARTIR DE SU INDEPENDENCIA (SIGLOS XIX Y XX).
GABRIELA OSSENBACH SAUTER . El modelo de Estado que surge en Iberoamérica tras el acceso a la independencia, asume pronto las competencias educativas, en detrimento de la Iglesia. Desde esta plataforma, la sociedad se seculariza, se afirma el concepto de nación y aparece una clase media que encuentra en la educación un factor de ascenso social. Al mismo tiempo, aunque indirectamente, también contribuye al progreso económico, a medida que se inician los procesos de industrialización y diversificación productiva. Sin embargo, según la autora, en el momento presente la educación pública sufre un progresivo deterioro como consecuencia de la crisis económica. Esta circunstancia genera problemas de integración política y social, retroceso de las clases medias y falta de cualificación de la fuerza de trabajo, que lastra las posibilidades de desarrollo económico.
EL TRANSPLANTE DEL CONCEPTO EUROPEO DE "ESTADO LIBERAL" A IBEROAMÉRICA A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX A finales del siglo XVIII se produjo en Europa una ruptura del llamado "Antiguo Régimen", la cual otorgó a la sociedad su emancipación respecto del estado absolutista y fijó límites a la acción del Estado. Por otra parte, el Estado, empezó a garantizar la libertad religiosa e impuso a la Iglesia su definición como asociación social separada del Estado y en ningún caso investida de atribuciones generales para la sociedad. Con esta ruptura fue la burguesía (opuesta a los privilegios de la aristocracia y el clero) la clase social que accedió al poder. El nuevo Estado liberal se erigió sobre sociedades definidas como naciones. Este concepto de nación que empezó a utilizarse a partir de ahora alude a ciertos elementos comunes de la sociedad, tales como la comunidad territorial, de lengua y de cultura, pero no se definió su carácter clasista, sino que se concibió en principio como una unidad indivisible integrada por una suma de individualidades de carácter homogéneo e igualitario. A pesar de que el liberalismo europeo en boga a principios del siglo XIX procuró que el Estado se abstuviera de intervenir en los asuntos sociales, desde un principio las necesidades de construcción nacional propiciaron una serie de medidas estatales, entre ellas las medidas de política educativa, a las que se asignó un papel integrador. Igualmente se llevaron a cabo diversas políticas sectoriales destinadas a mejorar las condiciones de vida de la sociedad o para el fomento y defensa de ciertas actividades económicas, sobre todo en aquellos países de mayor retraso industrial. El pensamiento socialista criticó muy pronto este concepto de Estado liberal, al que definió como instrumento de la clase dominante para ejercer un poder sobre las demás clases sociales. No obstante, la perspectiva socialdemócrata concedió al Estado cierta capacidad para conseguir constantes mejoras para las clases trabajadoras. Por su parte, el pensamiento neomarxista iniciado ya en el siglo XX a partir de Gramsci, concedió al Estado la posibilidad de representar intereses nacionales y cohesionar a distintos grupos sociales en torno a un proyecto político. Desde todas estas perspectivas, la función que el Estado cumple en el campo de la educación tiene un significado muy importante. A la educación se le atribuyen funciones tales como las de integración de los distintos grupos sociales, culturales y étnicos, la creación de una identidad nacional y la legitimación del poder del Estado. Se trata, en definitiva, de conseguir el consenso, de manera que el Estado no se reduzca a ser un aparato de mando e incluso de represión, sino que, mediante una compleja red de funciones que llevan a efecto la dirección cultural e ideológica de la sociedad, consiga el consenso entre los diversos sectores de la sociedad. La educación adquiere en ese sentido una significación relevante, dado su carácter de órgano óptimo para la generación del consenso. Junto a ello, los procesos de secularización del Estado, que se discutieron ardientemente en relación a la escuela laica y los problemas de la libertad de enseñanza, forman también parte de esta lucha hacia el consenso. El Estado como representante de lo general rompe el monopolio ejercido por la Iglesia en materia educativa. La secularización de la política se presenta como requisito para una nación unitaria y un poder estatal indiscutido. Además de estas funciones más estrictamente políticas, el Estado busca también a través de la educación facilitar la movilidad social y formar adecuadamente a los ciudadanos para realizar un trabajo dentro de la estructura productiva de la sociedad, ya sea en la industria, la agricultura, el comercio, las profesiones liberales o los propios cuadros burocráticos que sostienen al Estado. Estas funciones de tipo social y económico fueron adquiriendo mayor relevancia según avanzó el proceso de industrialización a lo largo del siglo XIX y conforme la sociedad se fue complejizando. En un principio, cuando se gestaron los sistemas educativos nacionales, el nuevo Estado constitucional tenía como fundamento la creencia en que todos los hombres, independientemente de su proveniencia, eran capaces de un mismo desarrollo de la razón y, por tanto, debían considerarse jurídicamente iguales en los políticos. La educación nacional fue así un componente necesario del nuevo orden político. Como hemos dicho, los grupos sociales aún no se definían en sentido estricto como clases, y por ello la escuela, con su proyecto social y moral universal, ocupó una posición eminentemente simbólica: se dedicó a jugar el papel de factor de unificación moral y de centro de irradiación de la conciliación nacional.Hacemos estas consideraciones sobre el origen del Estado nacional en Europa y sus atribuciones en el terreno de la educación, pues es necesario tenerlas presentes para comprender adecuadamente la especificidad de este mismo fenómeno en Iberoamérica. El nuevo concepto de Estado liberal o nacional se extendió, a causa de la generalizada influencia de los textos constitucionales europeos, en otros contextos como el iberoamericano. Estos conceptos fueron adoptados para la organización de los nuevos Estados que surgieron a partir de la Independencia, pero su adopción se hizo sobre unos contextos sensiblemente distintos a los que en Europa habían conducido a la configuración de la nueva organización social y política. Los nuevos Estados americanos iniciaban procesos muy acelerados de modernización, en los que el Estado adquirió un protagonismo muy destacado que parecía ser la única posibilidad de crear un orden nuevo. Si en Europa el liberalismo proclamó en muchos sectores la necesidad de que el Estado se abstuviera de intervenir en la sociedad, en Iberoamérica el factor político tuvo un peso más significativo que en otras regiones, porque aquí la consolidación del Estado constituía un prerrequisito esencial. La intervención del Estado no se limitó únicamente a medidas de fomento económico, sino que fue primordialmente una búsqueda de unidad nacional y homogeneidad del espacio económico acotado nacionalmente. Estas tareas políticas debía asumirlas de forma prioritaria el emergente Estado latinoamericano, a diferencia del Estado en los países más avanzados de Europa, en los cuales el Estado liberal se consolidó en el momento en que la burguesía se afianzó como fuerza social dominante y en sociedades que habían adquirido ya una mayor cohesión nacional y una articulación económica.
La historia de Iberoamérica del siglo XIX, la explicación del desarrollo histórico en la dependencia económica de los países iberoamericanos respecto de los mercados de los países industrializados de Europa en calidad de abastecedores de materias primas. Estas relaciones económicas posibilitaron una favorable coyuntura económica que permitió el desarrollo y las posibilidades de emprender procesos de modernización, y de capitalismo como la repetición de sus formas políticas, es decir, la generalización de la forma nacional-estatal. La dinámica de las sociedades dependientes se encuentra en las relaciones de grupos y clases que luchan por el poder.
S. Zermeño ha explicado cómo, el capitalismo tardío que se desenvuelve en América Latina, sólo desde la esfera estatal parecía posible cohesionar los profundos desgarramientos del tejido social. Desde el inicio del período independiente se debió encarar el fenómeno de la coexistencia de varias sociedades en el interior de un país, y ante tal fragmentación y disgregación socioeconómica el Estado debía asegurar no sólo la unidad territorial-administrativa, sino procurar igualmente la dinámica económica, la representación política y el "cemento" ideológico que vincula y reune las fuerzas centrífugas.
Este protagonismo del Estado, sin embargo, no se puede deducir exclusiva y simplemente de la nueva coyuntura política independiente ni de la incorporación de América Latina al capitalismo internacional en el siglo XIX.
ESTADO Y EDUCACIÓN EN AMÉRICA LATINA A PARTIR DE SU INDEPENDENCIA (SIGLOS XIX Y XX).
GABRIELA OSSENBACH SAUTER . El modelo de Estado que surge en Iberoamérica tras el acceso a la independencia, asume pronto las competencias educativas, en detrimento de la Iglesia. Desde esta plataforma, la sociedad se seculariza, se afirma el concepto de nación y aparece una clase media que encuentra en la educación un factor de ascenso social. Al mismo tiempo, aunque indirectamente, también contribuye al progreso económico, a medida que se inician los procesos de industrialización y diversificación productiva. Sin embargo, según la autora, en el momento presente la educación pública sufre un progresivo deterioro como consecuencia de la crisis económica. Esta circunstancia genera problemas de integración política y social, retroceso de las clases medias y falta de cualificación de la fuerza de trabajo, que lastra las posibilidades de desarrollo económico.
EL TRANSPLANTE DEL CONCEPTO EUROPEO DE "ESTADO LIBERAL" A IBEROAMÉRICA A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX A finales del siglo XVIII se produjo en Europa una ruptura del llamado "Antiguo Régimen", la cual otorgó a la sociedad su emancipación respecto del estado absolutista y fijó límites a la acción del Estado. Por otra parte, el Estado, empezó a garantizar la libertad religiosa e impuso a la Iglesia su definición como asociación social separada del Estado y en ningún caso investida de atribuciones generales para la sociedad. Con esta ruptura fue la burguesía (opuesta a los privilegios de la aristocracia y el clero) la clase social que accedió al poder. El nuevo Estado liberal se erigió sobre sociedades definidas como naciones. Este concepto de nación que empezó a utilizarse a partir de ahora alude a ciertos elementos comunes de la sociedad, tales como la comunidad territorial, de lengua y de cultura, pero no se definió su carácter clasista, sino que se concibió en principio como una unidad indivisible integrada por una suma de individualidades de carácter homogéneo e igualitario. A pesar de que el liberalismo europeo en boga a principios del siglo XIX procuró que el Estado se abstuviera de intervenir en los asuntos sociales, desde un principio las necesidades de construcción nacional propiciaron una serie de medidas estatales, entre ellas las medidas de política educativa, a las que se asignó un papel integrador. Igualmente se llevaron a cabo diversas políticas sectoriales destinadas a mejorar las condiciones de vida de la sociedad o para el fomento y defensa de ciertas actividades económicas, sobre todo en aquellos países de mayor retraso industrial. El pensamiento socialista criticó muy pronto este concepto de Estado liberal, al que definió como instrumento de la clase dominante para ejercer un poder sobre las demás clases sociales. No obstante, la perspectiva socialdemócrata concedió al Estado cierta capacidad para conseguir constantes mejoras para las clases trabajadoras. Por su parte, el pensamiento neomarxista iniciado ya en el siglo XX a partir de Gramsci, concedió al Estado la posibilidad de representar intereses nacionales y cohesionar a distintos grupos sociales en torno a un proyecto político. Desde todas estas perspectivas, la función que el Estado cumple en el campo de la educación tiene un significado muy importante. A la educación se le atribuyen funciones tales como las de integración de los distintos grupos sociales, culturales y étnicos, la creación de una identidad nacional y la legitimación del poder del Estado. Se trata, en definitiva, de conseguir el consenso, de manera que el Estado no se reduzca a ser un aparato de mando e incluso de represión, sino que, mediante una compleja red de funciones que llevan a efecto la dirección cultural e ideológica de la sociedad, consiga el consenso entre los diversos sectores de la sociedad. La educación adquiere en ese sentido una significación relevante, dado su carácter de órgano óptimo para la generación del consenso. Junto a ello, los procesos de secularización del Estado, que se discutieron ardientemente en relación a la escuela laica y los problemas de la libertad de enseñanza, forman también parte de esta lucha hacia el consenso. El Estado como representante de lo general rompe el monopolio ejercido por la Iglesia en materia educativa. La secularización de la política se presenta como requisito para una nación unitaria y un poder estatal indiscutido. Además de estas funciones más estrictamente políticas, el Estado busca también a través de la educación facilitar la movilidad social y formar adecuadamente a los ciudadanos para realizar un trabajo dentro de la estructura productiva de la sociedad, ya sea en la industria, la agricultura, el comercio, las profesiones liberales o los propios cuadros burocráticos que sostienen al Estado. Estas funciones de tipo social y económico fueron adquiriendo mayor relevancia según avanzó el proceso de industrialización a lo largo del siglo XIX y conforme la sociedad se fue complejizando. En un principio, cuando se gestaron los sistemas educativos nacionales, el nuevo Estado constitucional tenía como fundamento la creencia en que todos los hombres, independientemente de su proveniencia, eran capaces de un mismo desarrollo de la razón y, por tanto, debían considerarse jurídicamente iguales en los políticos. La educación nacional fue así un componente necesario del nuevo orden político. Como hemos dicho, los grupos sociales aún no se definían en sentido estricto como clases, y por ello la escuela, con su proyecto social y moral universal, ocupó una posición eminentemente simbólica: se dedicó a jugar el papel de factor de unificación moral y de centro de irradiación de la conciliación nacional.Hacemos estas consideraciones sobre el origen del Estado nacional en Europa y sus atribuciones en el terreno de la educación, pues es necesario tenerlas presentes para comprender adecuadamente la especificidad de este mismo fenómeno en Iberoamérica. El nuevo concepto de Estado liberal o nacional se extendió, a causa de la generalizada influencia de los textos constitucionales europeos, en otros contextos como el iberoamericano. Estos conceptos fueron adoptados para la organización de los nuevos Estados que surgieron a partir de la Independencia, pero su adopción se hizo sobre unos contextos sensiblemente distintos a los que en Europa habían conducido a la configuración de la nueva organización social y política. Los nuevos Estados americanos iniciaban procesos muy acelerados de modernización, en los que el Estado adquirió un protagonismo muy destacado que parecía ser la única posibilidad de crear un orden nuevo. Si en Europa el liberalismo proclamó en muchos sectores la necesidad de que el Estado se abstuviera de intervenir en la sociedad, en Iberoamérica el factor político tuvo un peso más significativo que en otras regiones, porque aquí la consolidación del Estado constituía un prerrequisito esencial. La intervención del Estado no se limitó únicamente a medidas de fomento económico, sino que fue primordialmente una búsqueda de unidad nacional y homogeneidad del espacio económico acotado nacionalmente. Estas tareas políticas debía asumirlas de forma prioritaria el emergente Estado latinoamericano, a diferencia del Estado en los países más avanzados de Europa, en los cuales el Estado liberal se consolidó en el momento en que la burguesía se afianzó como fuerza social dominante y en sociedades que habían adquirido ya una mayor cohesión nacional y una articulación económica.
La historia de Iberoamérica del siglo XIX, la explicación del desarrollo histórico en la dependencia económica de los países iberoamericanos respecto de los mercados de los países industrializados de Europa en calidad de abastecedores de materias primas. Estas relaciones económicas posibilitaron una favorable coyuntura económica que permitió el desarrollo y las posibilidades de emprender procesos de modernización, y de capitalismo como la repetición de sus formas políticas, es decir, la generalización de la forma nacional-estatal. La dinámica de las sociedades dependientes se encuentra en las relaciones de grupos y clases que luchan por el poder.
S. Zermeño ha explicado cómo, el capitalismo tardío que se desenvuelve en América Latina, sólo desde la esfera estatal parecía posible cohesionar los profundos desgarramientos del tejido social. Desde el inicio del período independiente se debió encarar el fenómeno de la coexistencia de varias sociedades en el interior de un país, y ante tal fragmentación y disgregación socioeconómica el Estado debía asegurar no sólo la unidad territorial-administrativa, sino procurar igualmente la dinámica económica, la representación política y el "cemento" ideológico que vincula y reune las fuerzas centrífugas.
Este protagonismo del Estado, sin embargo, no se puede deducir exclusiva y simplemente de la nueva coyuntura política independiente ni de la incorporación de América Latina al capitalismo internacional en el siglo XIX.
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